Era verano de 2017, seguía viviendo en Londres.
Mi relación con esta ciudad era cada vez más una relación de amor- odio. La llegué a querer tanto por lo mucho que tiene por ofrecer y por la gran cantidad de oportunidades que tiene para todos como odiarla por tener que pasar tanto tiempo en el metro o en el bus para poder encontrarme con amigos o ir a trabajar. Además, estar trabajando a las 4 de la tarde y ver que ya era de noche, daba para algún que otro bajón entre nosotros (los españoles).
La cuestión es que habían pasado más de tres años desde que me había ido de España. Ya sabes, aquello de mejorar el nivel de inglés, tener más experiencia laboral (y oportunidades), conocer otras maneras de trabajar y de vivir… Con el paso de los años, fui consiguiendo poquito a poco lo que me proponía. Hasta que un día empecé a echar de menos más y más los rayos de sol, la luz a media tarde y las tapas y las cañas en terrazas españolas. Sin olvidar que para poder estar en momentos importantes con mi familia y amigos, tenía que hacer una previsión de vuelos y vida con bastante antelación.
Qué crack